Navidad y diabetes

Navidad y diabetes

Mamá no permitía que la navidad pasara desapercibida.

Teníamos una tradición, cada año íbamos al mercado a comprar naranjas para el pavo que todos “inyectábamos”. Ese era el único momento del año en donde yo me permitía tener cerca una jeringa. Le tenía pavor a las inyecciones, vaya ironía que tuve que vivir años después cuando me diagnosticaron con diabetes.

Si hay algo que disfrutaba era la cocina de mamá en Navidad, ponerme al lado y ofrecer mi ayuda para hacer cualquier cosa.

Me importaba y no me importaba la comida, lo aclaro, no es que la comida no me importara; al contrario, amaba la comida de mamá y el arte de prepararla. Pero no me importaba de la manera en que lo hace hoy. Todavía recuerdo esos 16 años de mi vida sin diabetes, afortunada o desafortunadamente.

Papá, por su lado, tenía sus rituales conmigo, compraba una barra de chocolate que nos duraba días e iba dándome pedacitos cada vez que pasaba por su cuarto.

Los rituales, los rituales alrededor de la comida. Extraño mis rituales antes de tener diabetes, sólo tenía que preocuparme por llenar de jugo de naranja un pavo e ir a pedir pedacitos de chocolate.

Hoy tengo otros rituales, por ejemplo, sí o sí tengo que probar romeritos o ensalada de manzana en esta época y disfruto preparar lasaña con mi hijo. Todo es similar, sólo que ahora tengo una calculadora lista para saber qué tanta insulina necesita cada cosa que llevo a mi boca.

Y claro, todos vivimos con esa idea de que la diabetes sólo ocurre ahí, en espacios donde la comida aparece y sí, la comida y la diabetes están muy relacionadas, pero no por ello deberíamos de perder los rituales. El impacto emocional de la diabetes a veces es más grande que simplemente fijarnos en lo que está en la mesa.

La diabetes no debería de ser impedimento para comer pedacitos de chocolate y husmear en la cocina. No debería impedirnos festejar, reír, sentirnos vivos.

Escucha este soliloquio en el episodio del pódcast Sin dos de azúcar

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